La Aldea. Un cuento de terror de Luis Tejada Yepes, del libro de cuentos "Allí se llora en vano"
En un horizonte metafísico, lugar de
opacidad y silencio, sitio escogido por los dioses, se halla ese
lugar. Largas noches de sueño sin sueños. Las lágrimas
se agotarán pero el dolor seguirá. Aunque tu boca siga activa permanecerás
en silencio ya que tus quejas no serán escuchadas. Una vez recorrido el
camino en la tierra de los espíritus y cuando en el cielo azul
brise se escucharán notas oscuras. Entre el frío y la lluvia, en un valle
desolado, afligido por la tormenta, a través de pantanos y
esteros, con el agua al cuello, un elfo sin ser oído lanza
horribles gritos de aflicción; como sobreviviente de las sombras agita el
polvo y las cenizas en el viento.
El oficial se bajó con relativa
agilidad del transporte militar e inicio una actividad de estiramiento
corporal, apoyando las manos a la altura de la cintura y haciendo un movimiento
de torso hacia atrás, hasta casi perder la verticalidad. Recorrió con mirada
inquisitiva trescientos sesenta grados, con la cual cubrió la iglesia, la
alcaldía, las calles aledañas, los negocios enmarcando la gran plaza y otros sitios interesantes para él, militar nato.
Pensaba en aquel momento, que el secreto
de la supervivencia radica en nunca bajar la guardia, y estar siempre atento
a todas las señales furtivas del entorno. Las observaciones, ubicando las debilidades
defensivas previamente y las posibles vías de escape, podrían significar la diferencia entre vivir o morir.
—La misma aburrida distribución urbana,
igual a todas las aldeas donde me ha tocado servir —se decía un poco
desilusionado.
Los pocos aldeanos departiendo en
la calle en medio de una espesa niebla que los hacía lucir como fantasmas,
miraban sin verlo, al camión militar detenido en la calle
principal y el descenso de la cantidad
inusitada de soldados, los cuales una vez ponían los pies en el piso,
corrían a formar en uno de los costados de la plaza ante el apremio de un suboficial.
Un campesino de sombrero raído miraba el espectáculo ofrecido por la tropa. Unas niñas jugaban golosa en la acera del frente. Dos mujeres en la
puerta de un bar se tomaban de las manos, una le susurraba unas palabras a la otra.
Un trueno se sintió de súbito. La calle en cuestión de minutos quedó desierta. En la
lejanía se advertía una especie de muro denso de agua que interrumpía la visión
del paisaje. La claridad disminuyó notablemente.
A unos cuantos metros, el policía al mando de la seguridad urbana estaba muy disgustado, no le habían avisado de la llegada de tan numerosa tropa.
El militar dio los últimos pasos hacia la
puerta del edificio muy despacio, para no alebrestar a un policía de guardia con cara de rata, al que el casco de combate le
lucía como una olla sostenida sobre la punta de un palo de
escoba. El mayor se acercó cuidándose de
no hacer ningún movimiento extraño que pudiera mandarle un falso mensaje de hostilidad. La sensación del edificio acercándose hacia él
y no al revés se la atribuyó al cansancio. Cuanto no daría en esos momentos por
estar en su propio lecho, escuchando las gotas de lluvia precipitándose sobre el techo del hogar.
En ese mismo instante, escuchó un recio perifoneo y unos golpes de tambor. Un personaje bastante peculiar, de alto
sombrero de copa, chaleco multicolor, polainas negras encabezaba un
desfile publicitario de un espectáculo circense a presentarse por esos días en la
aldea.
De acuerdo a lo escuchado, de parte de un
alto parlante en el techo de un destartalado carro modelo antiguo, se trataba de un circo recién llegado, invitando
a los parroquianos a asistir a un espectáculo excepcional. Detrás del hombre extravagante, desfilaba
un enano vestido de arlequín, este ágilmente caía al suelo y volvía a levantarse
como un resorte. Unos caballos con
mejor pasado que presente, adornaban sus crines con multicolores penachos. Les
seguían dos mujeres con el famoso sari de las hindúes, y de acuerdo al anunciador, se estaba ante
dos princesas venidas de las indias orientales. Los infaltables malabaristas arrojaban al aire bolos de madera. El hombre traga fuegos expedía de su boca llamaradas al aire. Cerrando
el desfile, una banda de guerra, emitía ensordecedor ruido. El tambor mayor era tocado con mucha energía por
un robusto muchacho vestido de militar prusiano, coronado por un casco de latón
terminado en una punta de lanza. A excepción del militar nadie más presenciaba el desfile en
la calle.
Una vez rememoró nostálgicas etapas
de su niñez al lado de la familia, continuó hacia la puerta del cuartel
policial.
—¿Se le ofrece algo oficial?—alguien le preguntó desde
la penumbra .
El militar se apresuró a aclararle las
cosas y a tranquilizarlo sobre la oficialidad de las tropas formadas a pocos
metros del lugar donde se desarrollaba el diálogo.
Ante las explicaciones el policía al mando decidió salir y darle la cara.
El oficial le dirigió la mejor de las
sonrisas haciendo el saludo militar. Tratando de aumentar el grado de
aceptación, continuó con las explicaciones, consideradas muy
debidas, al encargado de la seguridad de la comunidad. A continuación dio unos dos o tres pasos
hacia el interior del vetusto edificio y aspiró el olor rancio despedido por un corredor, un túnel inquietante. Se notaba, de acuerdo al polvo acumulado en el
piso, que hacía mucho tiempo nadie le pasaba una escoba. Decidió no pensar más en el
asunto porque se estaba dejando llevar por la imaginación, pues no observaba huellas de pisadas y se suponía que el policía tuvo que haber transitado por el lugar.
La explicación sobre la presencia suya y
sus tropas en la aldea tuvo un buen efecto en el ánimo del policía, pues su
semblante se tornó menos rígido.
—Comandante, en los camiones estacionados
en las afueras del pueblo llegaron elementos de intendencia como catres de
tijera, los vamos a traer en el momento —le dijo al jefe policial antes de
dirigirse hasta donde sus hombres para organizar la ocupación del edificio.
—Como ordene, esta es su casa,
cuente con mi colaboración —le respondió con amabilidad.
—Hora de descansar —le dice a su estafeta después de reiterarle las
últimas instrucciones respecto a la seguridad y mirar el reloj, confirmando la
hora de acostarse.
El segundo le ayudó a cargar el equipaje, avanzando hasta el lugar indicado por el policía. Llegaron frente a una enorme puerta de dos alas. El oficial la empujó abriéndose ante él una enorme estancia con un catre de tijera de campaña en el centro. Las paredes estaban totalmente desnudas y una ventana, que
daba hacia no se sabe dónde, se observaba cerrada.
—
Estoy rendido—dijo el oficial y se dio a la tarea de desapuntarse los largos
cordones de las botas militares.
La lluvia como llegó se retiró, aunque unos
minutos más tarde regresó con refuerzos para no irse en horas.
Se arrojó sobre el catre vestido. A pesar del frío atravesando la lona, no tardó en quedarse profundamente dormido. Las
pesadillas no tardarían en hacerse
presentes. Ya no
distinguía la realidad de los sueños. Sus ojos acostumbrados a la profunda
oscuridad lograron distinguir las frías formas que lo rodeaban.
A pesar de los torbellinos agitando su mente
no podía discernir, si una visión frente
a él, era la realidad o una jugada de su mente febril: El universo entero se abrió a sus ojos como
una película. Mares, montañas y selvas quedaron a sus pies como si se tratara
de un jardín inmenso. El universo sin las cadenas del tiempo aparecía como una
alucinante realidad. Si estaba en un sueño no quería despertar.
De pronto esa alucinación dio paso a otra
menos agradable. El piso blando de la selva despedía un olor rancio, los
mosquitos zumbaban por todas partes y el calor recalentaba el cerebro. Cortaba algunas de las ramas y con la mano libre se
protegía de la maraña de cortantes hojas obstaculizando el camino. Los mosquitos picaban con avidez cada centímetro de su piel, picaduras que rascaban todas al mismo
tiempo. Los sonidos de la jungla
cesaban ante la presencia humana, era un
silencio agorero, de malas cosas por venir.
Los olores fétidos de aguas en
descomposición llegaban a su olfato y se asentaban en su mente, a todo esto se sumaba la posibilidad de pisar una mina.
El miedo lo acompañaba, muchas cosas
podían suceder en el trajinar por las selvas. El sudor brotaba a raudales. Abrazaba
el fusil con fuerza. El dedo índice derecho listo para presionar el gatillo
ante cualquier eventualidad.
Cuando creía haber visto lo peor,
siempre algo nuevo lo dejaba asombrado. Una
sombra pasó rauda por entre los árboles,
los ojos y el punto de mira del fusil se alinearon en esa dirección, pero
en esos mismos instantes algo chasqueó a sus pies. En segundos se sintió una gran explosión, parecía el fin del mundo y
de hecho lo era para él, salió despedido por los aires como impulsado por un cañón. Cayó un aguacero de tierra, cascajo, hojas, trozos de madera
peligrosamente puntiagudos sobre toda su humanidad.
Una espiral de pensamientos llegó a su mente. La imagen era la del desastre, sentía retorcijos en el
bajo vientre, las piernas entumecidas trazaban caminos en el barro diluido por
la lluvia. El militar sudoroso y tembloroso, en unos segundos tomó conciencia de
sí mismo.
Se encontraba en medio de la manigua, o creyó estarlo, lo último en recordar fue la conversación con su segundo al mando respecto a descansar. Aparentemente no era una pesadilla pues todo el entorno era real, se podía ver oler y palpar. El ritmo de la respiración y el agite del corazón llegaron a situarse en términos normales.
Se encontraba en medio de la manigua, o creyó estarlo, lo último en recordar fue la conversación con su segundo al mando respecto a descansar. Aparentemente no era una pesadilla pues todo el entorno era real, se podía ver oler y palpar. El ritmo de la respiración y el agite del corazón llegaron a situarse en términos normales.
Cuando logró despabilarse del todo, no comprendía
cómo había llegado hasta la habitación si hacía unos minutos estaba en medio de
la manigua.
—Perdone, pero debería usted comer, así podrá dormir mejor —le dice el segundo saliendo de la nada.
—No piense que no duermo y no como —le responde
el oficial. —Las pesadillas son las culpables, aunque estoy casi seguro, no son solo sueños, demasiado reales.
—Quisiera preguntarle sobre las horas de
las comidas, porque no recuerdo haberlo hecho durante largo tiempo. —le dice al segundo, que se limita a levantar los hombros.
Sin cruzar más palabras el oficial se dirige hacia la
ventana. Desde allí observa la calle solitaria. No escucha sonido alguno. Parece algo
extraño que una aldea habitada pudiera
ser tan silenciosa. Debió haber llovido toda la noche porque enormes charcos
todavía se veían intactos en medio de la calle.
De inmediato se precipitan a su mente
una cantidad alucinante de pensamientos sin orden lógico, los cuales se
mezclan con la realidad difusa, pero no menos aterradora.
En su mente se creaba el miedo. No podía
controlar su destino y eso le impulsaba un sentimiento de impotencia. Nunca
imaginó que el silencio podía convertirse en una tortura. Añoraba aunque fuera
el chirriar de un insecto. Trató de gritar pero sabía que no lo había hecho, porque no escuchó el eco de su voz.
En medio de la amplia estancia sintió los
pulmones desgastados y el oxígeno proveniente de ellos insuficiente
para mantener en actividad a su cerebro, al cual le llegó un cruel pensamiento: —Estoy muerto.
FIN
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